25 de febrero de 1778: Nacimiento del General, natalicio de la gloria sudamericana.
Despierto
está entre nosotros, como una estrella protectora en nuestro cielo. En el hogar
que nos reúne, su nombre augusto es como el pan y como el fuego. No hay
argentino que no sienta dentro del alma la virtud de su recuerdo. Y que no
escuche en lo más hondo del corazón la voz profunda de su sueño. Hasta en la
muerte es de sus hijos, hasta la muerte silenciosa es de su pueblo. Hasta en la
muerte se derrama sobre la vida y el honor de nuestro suelo. Mientras vivió,
vivió de darse, como el misterio de la música en el tiempo. Como la fuente,
como el río, como la luz, como la llama, como el viento. El alma inmensa de
aquel hombre sólo cabía sin dolor en un ejército. Para vivir en el mundo su
corazón necesitó miles de cuerpos. Aquel ejército era el eco de su emoción,
pues era carne de su carne. Su corazón le daban forma; sus venas vivas de
pasión le daban cauce. Su voz vibraba en los clarines y sostenía las banderas
en el aire. Hasta en los últimos tambores, lo que sonaba era su pulso
formidable. Su voluntad se propagaba como un incendio hasta los puestos más
distantes. De regimiento en regimiento, de batallón en batallón, de sable en
sable. Su fe rodaba por las filas con el empuje de un torrente infatigable. Y
su calor llegaba en olas a los lugares más confusos del combate. En el momento
de la gloria no había herida que en su ser no palpitase. Si todo el triunfo era
su triunfo, toda la sangre derramada era su sangre. Llegó la fecha señalada, y
el gran ejército cruzó la cordillera. La mole altiva no se opuso, porque sintió
que aquella fuerza era su fuerza. Aquellos hombres que pasaban estaban hechos
de su polvo y de su piedra. Eran hermanos de sus rocas, de sus tremendos
precipicios, de sus crestas. Eran volcanes de los suyos: tenían fuego en la
raíz y en la cabeza. Eran montañas y montañas, movilizadas con fervor para una
empresa.
Del otro lado había pueblos esclavizados y naciones prisioneras. Había seres que esperaban la libertad, había hermanos en cadenas. Un vasto sueño los
unía, y era que un sol les disipara las tinieblas. Aquella luz con que soñaban
llegó por fin en el temblor de una bandera. Detrás del sol el alma inmensa de
San Martín desembocó de las montañas. Y sobre medio continente se desató como
un ciclón de luz y llamas. Su fuerza enorme recorría todas las fibras de aquel
cuerpo que avanzaba. Y aquel abismo de materia se convertía poco a poco en
cumbre de alma. Y era relámpago en los pechos, trueno en las bocas y centella
en las miradas. Chispa en el bosque de las crines y tempestad en la floresta de
las lanzas. Estaba entera en cada grito de rebelión, en cada puño, en cada
espada. Tanto en la sangre turbulenta como en el río silencioso de las
lágrimas. Nuestro destino y su destino se confundieron como el hierro en la
fragua. Y nuestra historia fue tomando la forma justa de la gloria en sus entrañas.
Seamos fieles a esta forma, como soldados de verdad a una consigna. Porque es
la forma de la patria: justo equilibrio de valor y de justicia. Sólo una espada
como aquella pudo engendrar este milagro de armonía. Porque en ninguna de la
tierra la semejanza con la cruz fue tan estricta.
Guardemos siempre la memoria
de aquella mano sin temor y sin mancilla. Guardemos siempre su recuerdo
fundamental, como si fuera nuestra vida. Con el amor con que la fruta guarda en
el fondo de su seno la semilla. Con el fervor con que la hoguera guarda el
recuerdo victorioso de la chispa. Que su sepulcro nos convoque mientras el
mundo de los hombres tenga días. Y que hasta el fin haya un incendio bajo el
silencio paternal de sus cenizas.
Francisco Luis Bernárdez
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